de Roberto Reyes Pérez

Al discutir sobre espacio público surgen discursos comunes que reflejan un imaginario social acuñado sin la reflexión debida: en síntesis, el espacio público, opuesto al privado, es un escenario consumado de propiedad común propicio para la construcción y ejercicio de ciudadanía, para el encuentro y reconocimiento de la otredad, la libre manifestación, epicentro de derechos y garantías, espacio de todos, para todos y por todos.

Tal definición parece construirse más con aspiraciones e ideales que con realidades, por tanto, resulta, sino ingenua, debatible. Preguntémonos: los espacios que reconocemos públicos son en realidad ¿incluyentes? ¿accesibles? ¿libres? ¿equitativos? ¿propicios para la convivencia y vida comunitaria? Discutamos brevemente al respecto.

Primero, contrario a lo que pudiera pensarse, el término espacio público es reciente. La transición de espacio urbano (concepto mucho más amplio) a espacio público acontece en las últimas décadas del siglo pasado, período de ebullición y reacción ideológica contra planteamientos modernos de producción espacial predominantes y de pugna en favor del derecho a la ciudad.

Bajo tales circunstancias, hablar de espacios urbanos resultaba ambiguo, impreciso e insuficiente para redefinir el rol de una ciudad que, como espacio habitable y social, aspiraba al reconocimiento de la igualdad de habitantes irremediablemente diferentes entre sí.

El espacio público nace como el escenario idóneo para contribuir con dicho propósito, tal como reiteradamente se plantea en discusiones sobre el tema.

Calle 59, Campeche.

Segundo, contrario a lo que se afirma el espacio público, constructo social manifestado espacialmente, no es hecho consumado sino un continuo dinámico en constante transformación, según circunstancias sociales, estructuras de poder, intereses predominantes y condiciones históricas y medio ambientales.

Por tanto, como escenario en construcción continua, el espacio público es difícil de contener, precisar, delimitar y localizar dentro de tejidos urbanos complejos y en pugna constante. Bien vale preguntarse ¿cuáles son las fronteras del espacio público? ¿quién las determina? ¿cómo? ¿con qué propósito? ¿quién las protege? ¿con instrumentos?

Respecto a lo anterior centremos nuestra mirada en términos de propiedad, en la dicotomía tradicional: espacio público-espacio privado.

Es importante reconocer la importancia que revisten las relaciones positivas entre espacios públicos y privados; muchos de los beneficios reconocidos del uso del espacio público dependen de las sinergias existentes entre éste y el privado, de la misma manera como el valor, la calidad y la atracción del espacio privado depende, en buena medida, del éxito del espacio público.

Sin embargo, es común que las fronteras entre espacio público y privado se diluyan, propiciando desequilibrios que condicionan la existencia misma del primero y determinan la preponderancia del segundo.

El uso de calles, plazas y parques de zonas centrales como áreas exclusivas para comensales de restaurantes de moda (permitidas con el argumento de revitalizar y activar zonas en proceso de abandono y desuso) son tan solo un ejemplo de tales yuxtaposiciones y de los riesgos derivados: la construcción de nuevos cotos de poder para el capital y de clases dominantes, la exclusión de sectores sociales menos favorecidos y la discriminación de la otredad.

Plaza Santa Lucía, Mérida.

La privatización del espacio público no solo cuestiona la definición del concepto, sino que arriesga su existencia y, por tanto, la concreción de los ideales y aspiraciones con que fue construido, es la negación materializada del derecho inalienable que tenemos a habitar nuestros espacios de vida cotidiana, del reconocimiento mismo de nuestra ciudadanía.

Pero ¿qué hacer respecto de tales procesos? En principio regular, normar, transparentar, planear, diseñar y escuchar. Sin normas claras que regulen, determinen y equilibren las relaciones resultantes (porcentajes de ocupación, por ejemplo), sin procesos que transparenten motivaciones y decisiones (beneficios sociales esperados y espaciales derivados), sin planes ni diseños que guíen la actuación y sin espacios que procuren alternativas reales de participación e inclusión social en la toma de decisiones, los riesgos resultan demasiados, los beneficiados pocos y los perjudicados muchos.

Solo con nuestra actuación, compromiso y vigilancia será posible materializar los ideales y beneficios atribuidos al espacio público, transitar del discurso al hecho y, finalmente, detener la continua construcción de escenarios que perpetúan desigualdades.